Un triunfo de la OTAN fortalecería el imperialismo. Una victoria de Putin dejaría una dramática herida en el pueblo ucraniano. La tregua es el mejor sendero para evitar esos infortunios y construir un proyecto popular contra el belicismo imperialista.
A un mes de la incursión rusa, el resultado es muy incierto. La ofensiva militar está empantanada luego de la fallida toma del país y la consiguiente supervivencia del gobierno. Pero tampoco se observan grandes hitos del ejército ucraniano. La intensidad de la resistencia es dudosa y el relativo alistamiento coexiste con la masiva emigración de la población.
Evaluaciones contradictorias
Algunos analistas consideran que la ambiciosa operación de Putin fracasó. Otros estiman que Rusia tiende a impedir en las negociaciones que Ucrania ingrese a la OTAN. Un compromiso intermedio sería la incorporación del país a la Unión Europea (victoria de Zelenski), junto a su neutralidad militar (victoria de Putin). Si falla esa opción podría acordarse una división de territorios siguiendo el modelo coreano.
Las mismas estimaciones contrapuestas se extienden al plano económico. Algunos observadores destacan la fortaleza de Rusia, que se dispondría a introducir junto a China un nuevo sistema monetario, independizado del dólar y el euro. Pero otros destacan un escenario inverso de pérdida del control moscovita de gran parte de las reservas congeladas en el exterior.
También el impacto de las sanciones suscita interrogantes. Nadie sabe cuántos millonarios rusos han sido efectivamente penalizados. Cuentan con numerosos socios y resguardos en los paraísos bancarios de Occidente. Las penalidades, además, se aplican con gran cautela para no interrumpir la comercialización mundial del petróleo y el gas. Alemania resiste esas obstrucciones y varios gobiernos europeos se niegan a cortar los convenios con Moscú.
Y es que el manejo general de la energía está en disputa. Estados Unidos logró concertar ventas millonarias de gas licuado a Europa, pero no puede sustituir la provisión estructural que aportan los gasoductos rusos. Moscú obtiene el 60% de sus ingresos de esos suministros y se desconoce si logró sustituirlos por compradores asiáticos. Tampoco se sabe cómo mantiene la importación de ciertos productos decisivos (como los semiconductores) para sostener la guerra y la economía.
Las sanciones afectan a Rusia, pero han impactado duramente en la retaguardia de Occidente. El tremendo encarecimiento de los alimentos y la energía introduce un inesperado boomerang que deteriora toda la economía global.
En el plano geopolítico, el aislamiento ruso es visible. Perdió el acompañamiento en las Naciones Unidas de sus tradicionales aliados, pero cuenta con la benevolencia del denominado Sur Global. Moscú utiliza ese visto bueno para sostener su incursión militar.
Solo la mayúscula tragedia humanitaria está exenta de indefiniciones. Aunque Rusia evitó los bombardeos masivos que descargó Estados Unidos sobre Irak y Afganistán, las víctimas civiles se multiplican con la prolongación de la guerra. Ya comienzan a emerger denuncias de atrocidades en ambos bandos y el descalabro de la sociedad ucraniana potencia el mayor éxodo en Europa desde la Segunda Guerra Mundial. La salida de 4 millones de refugiados convulsiona a toda la región.
Es cierto que su recepción contrasta con el castigo propinado a los árabes y africanos. No hay 20 000 fallecidos en naufragios para llegar al continente, ni muros para impedir el ingreso de los desplazados. Tampoco se observan campos de refugiados en las condiciones infrahumanas de Lesbos. Pero se está gestando un escenario explosivo en una zona desgarrada por agudas tensiones que la derecha atribuye a la inmigración.
En síntesis: el resultado de la guerra es aún desconocido. Pero la caracterización del conflicto no depende de ese desemboque, y debe ser abordada sin esperar esa resolución.
Los objetivos norteamericanos
Estados Unidos intenta prolongar la guerra para empujar a Moscú al mismo pantano que afrontó la URSS en Afganistán. Por esa razón induce el rechazo de Kiev de todos los acuerdos que frenarían las hostilidades. El Pentágono no puede intervenir con sus propias tropas porque continúa afectado por la reciente derrota de Kabul. Ese revés también le impone cierta cautela bélica y el consiguiente veto a una zona de exclusión aérea. Por ahora promueve la continuidad de la sangría, mediante una mayor provisión de armas.
El Departamento de Estado utiliza el conflicto actual para someter a Europa a su agenda militarista. Ya consiguió 1000 millones de euros de Bruselas para incrementar los pertrechos de Kiev. También logró un compromiso de rearme de sus socios, muy superior al financiamiento de la OTAN que exigía Trump. Por ese rumbo, el proyecto de un ejército europeo autónomo del Pentágono se diluye a pasos agigantados. Washington pretende cargar a Europa con todo el costo del cerco a Rusia, para concentrar sus recursos en la agresión a China.
El belicismo norteamericano es la principal causa de la guerra actual. Estados Unidos intentó sumar a Ucrania a su red de misiles en el Este Europeo y propició una enmienda a la Constitución de ese país (2019) para auspiciar el ingreso a la OTAN. Con ese objetivo alentó el nacionalismo local y las agresiones contra la población rusoparlante. Fomentó especialmente a las milicias ultraderechistas, que sabotearon la solución discutida en los acuerdos de Minsk.
La violencia desplegada por las bandas que reivindican el pasado hitlerista es silenciada por los grandes medios. Ocultan el hostigamiento a los opositores (expuestos como escudos humanos) y el racismo de los grupos que enaltecen a los ucranianos (blancos puros), para denigrar a los rusos (racialmente mixturados por la herencia asiática). Zelenski es prisionero de esa gravitación fascista y por eso alienta la rusofobia, proscribiendo varios partidos y generalizando la censura.
Esas persecuciones no aparecen en ningún informativo de Occidente. Las plataformas periodísticas de Moscú (Sputnik, RT) han sido acalladas, mientras Facebook, Instagram y WhatsApp habilitan la propagación de mensajes de odio contra Rusia. El doble rasero de la prensa hegemónica se ha potenciado en forma exponencial. Retratan los sufrimientos de Kiev con la misma intensidad que ocultan los padecimientos de Gaza. Exigen la expulsión de los deportistas rusos de eventos organizados por países como Qatar, que ostentan un récord de violaciones a los derechos humanos. La responsabilidad primordial del imperialismo norteamericano es el dato más importante y oscurecido de la guerra actual.
Una invasión inadmisible
Durante mucho tiempo, Putin intentó frenar la potencial agresión estadounidense con iniciativas de negociación. Propuso establecer un estatus de neutralidad para Ucrania semejante al que mantuvieron Finlandia y Austria durante la Guerra Fría. También convocó a reanudar el tratado que regula la desactivación de los dispositivos atómicos.
Esas prevenciones defensivas obedecen a la terrible secuencia de invasiones extranjeras que padeció Rusia. Solo durante la invasión nazi murieron 27 millones de personas, y dos tercios de esas víctimas fueron civiles. Por ese antecedente, Europa del Este fue siempre tratada por el Kremlin como una zona de amortiguación de eventuales incursiones externas. La conversión de Ucrania en una catapulta de la OTAN ha sido en los últimos años la principal preocupación del gobierno ruso.
Pero la continuada agresividad de Estados Unidos no justifica la invasión dispuesta por Putin. Washington no instaló misiles, ni adoptó nuevas medidas para sumar a su vasallo a la alianza atlántica. Tampoco irrumpió otro peligro que justificara un golpe ofensivo para garantizar la seguridad del país. Las milicias derechistas no protagonizaron atropellos distintos a los perpetrados en los últimos ocho años.
Rusia debe garantizar la integridad de su territorio, pero no tiene derecho a invocar ese principio para invadir otro país, rodear sus ciudades y provocar un caos humanitario. Una acción de semejante porte debe estar justificada en razones que Putin nunca expuso. Jamás señaló motivos suficientes para lanzar a su ejército a la captura de Ucrania. No alcanzan las generalidades o las tensiones de larga data para legitimar una acción de esa envergadura.
Putin denunció las manifiestas inconductas del gobierno de Zelenski, pero su propia gestión es objeto de acusaciones muy parecidas. En cualquiera de los dos casos, correspondería a cada pueblo decidir quién lo debe gobernar. El presidente ruso no tiene atributos para reemplazar esa opción por una ocupación externa.
Estos principios básicos han sido totalmente ignorados por el Kremlin. Sus voceros no brindan explicaciones ni responden a las condenas que sucedieron a la invasión. Esa actitud confirma la total despreocupación de Putin por la opinión de los ucranianos y otros pueblos. Ese desinterés es tan descarado, que ha eludido la habitual (y cínica) presentación de las invasiones como acciones liberadoras del país ocupado.
Putin no solo ignoró la gran expectativa en el logro de una solución pacífica. También retomó el viejo modelo opresivo del zarismo, que niega a Ucrania el derecho a desenvolverse como nación. Reclama ahora la pertenencia de ese territorio sin tomar en cuenta la opinión de sus habitantes. Por incontables razones, la invasión tiene consecuencias negativas para las luchas y esperanzas emancipadoras de todos los pueblos. Nuestra crítica a esa incursión subraya la responsabilidad principal de Estados Unidos y comparte un enfoque muy generalizado en la izquierda.
El sentido de la paz inmediata
La mayoría de los críticos de la OTAN y la invasión de Putin convocan a poner fin del conflicto. Postulan que las negociaciones ofrecen la opción más progresista para frenar la matanza en curso (véase, por ejemplo, el artículo de Boaventura de Sousa Santos, el de Noam Chomsky, el texto de Jean-Luc Melénchon, la declaración del DSA o el manifiesto «Transform Europe Stop the War!» aparecido el 27 de febrero).
Pero otras opiniones del mismo espectro observan con reservas esta propuesta. Destacan que las tratativas entre gobiernos beligerantes nunca han llegado a buen puerto y recuerdan que las cancillerías no lograron impedir la guerra mediante las conversaciones de Minsk. Señalan, además, que esas concertaciones en las cumbres se consuman en detrimento de los pueblos.
Pero en la última centuria se verificaron incontables tratativas de conflictos que desembocaron en resultados diversos. Hubo triunfos, derrotas y empates muy distantes de una regla general para confrontaciones que dirimen relaciones de fuerza. Las negociaciones no están inexorablemente destinadas a concluir en una frustración popular. Si la agresión de Washington y la respuesta de Moscú en Ucrania son vistas como acontecimientos negativos, es lógico propiciar el fin inmediato del conflicto.
Este curso es también objetado desde una perspectiva socialista más ambiciosa. Se desecha el reinicio de las negociaciones para retomar la tradición comunista inaugurada por la reunión de Zimmerwald ante el estallido de la Primera Guerra Mundial. En ese evento la izquierda alzó su voz contra todos los bandos y comenzó a constituir un polo alternativo. Ahora se propone recrear ese rumbo para transitar por el mismo sendero de la revolución socialista.
Pero la distancia que separa el escenario de 1914-17 del contexto actual es monumental. En esa época la posibilidad, proximidad y expectativa en una victoria socialista era un dato presente en las enormes formaciones políticas de la clase trabajadora. La ausencia de ese marco torna completamente inviable la transformación de la guerra de Ucrania en un eslabón del camino hacia el poder de los soviets. No existen actualmente las condiciones para desarrollar la estrategia del derrotismo (y de la confraternización de tropas) que impulsó Lenin para preparar el triunfo de la revolución rusa.
Ese rumbo, sin embargo, podría ser pavimentado mediante una tregua bélica que contenga la matanza de Ucrania. Ese desahogo aportaría el escenario más favorable para reconstruir una perspectiva socialista. La convocatoria leninista a transformar una guerra regresiva en una batalla contra los opresores no puede implementarse en los mismos términos de la centuria precedente. Pero es factible retomar la movilización contra el belicismo de los gobiernos más involucrados en la actual sangría.
Por esa razón son importantes las protestas en Rusia contra la incursión de Putin. Esas marchas cuentan con el respaldo de un gran sector de la izquierda. Exigen el inmediato retorno de las tropas y el fin de un operativo que distrae la atención pública con agresiones externas. También en Estados Unidos y Europa se han registrado manifestaciones, pero con una tónica de meras críticas a la invasión rusa. Las demandas contra el gasto bélico y el rol de la OTAN son aún minoritarias, pero comienzan a ganar influencia. Esas peticiones fueron promovidas por la izquierda en grandes marchas de Berlín y en una asamblea de Madrid, que rechazó a la OTAN y a Putin. Generalizar esas exigencias es la gran tarea del momento.
Complejidades de la soberanía
También el ansiado logro de la autodeterminación nacional requiere el fin de la guerra. Es evidente que ese objetivo será un enunciado vacío mientras fuerzas militares (explícitas o encubiertas) de la OTAN y Rusia permanezcan en el país.
Ucrania arrastra una larga historia de frustraciones nacionales. Desde el comienzo del siglo XX fue segmentada por las disputas imperiales entre la corte austrohúngara, el militarismo alemán y el zarismo ruso, con la activa intervención de Polonia. Al calor de revolución socialista emergió la primera configuración nacional, a través en una representación parlamentaria (Rada) que protagonizó numerosas tensiones con los soviets locales.
Del armisticio concertado entre los bolcheviques y Ejército germano (Brest-Litvosk) emergió una división del país que fue posteriormente revertida por la unificación que sucedió a la derrota del nazismo. Ucrania sufrió la pesadilla de la colectivización forzosa durante el stalinismo, pero se mantuvo como una república integrada a la URSS hasta que el colapso de ese régimen precipitó la separación actual.
La soberanía real del país persiste como una asignatura pendiente, que requiere duras batallas políticas contra los demagogos y los hostigadores de esa causa nacional. El primer grupo está encabezado por los derechistas de Kiev, que han construido su identidad en oposición a Rusia, enarbolando todos los estandartes del nacionalismo reaccionario. El segundo sector está encarnado por Putin, que desconoce los derechos de Ucrania. Al igual que los zares, considera que ese territorio forma parte de Rusia desde tiempos inmemoriales.
Frente a estas dos posturas regresivas existe otra tradición que propicia la reconstrucción de la convivencia multiétnica. Esa mirada recuerda que durante mucho tiempo las tensiones interiores estuvieron contrapesadas por relaciones de hermandad. La convivencia prevaleció durante largos períodos en la URSS bajo el influjo integrador de los sectores que exhibían una identidad simultánea ruso-ucraniana. Pero el chauvinismo de Kiev y la guerra actual tienden a sepultar esa coexistencia multicultural y han creado un escenario de odio, que empuja al país a la misma desintegración que sufrió Yugoslavia. Solo las negociaciones y la pacificación podrían recomponer la convivencia para apuntalar formas federativas de gobierno.
Este curso implica manejar con cautela la bandera de la autodeterminación nacional, que varias corrientes de izquierda ponderan como la gran consigna del momento. El carácter engañoso de ese estandarte salta a la vista. Si la independencia formal de Ucrania queda ratificada por una fulminante derrota militar de Putin, ese estatus encubrirá el sometimiento del país al Pentágono, la Unión Europea y el FMI.
Y la enorme deuda externa de Kiev sería utilizada para afianzar ese vasallaje, mediante la conversión del pasivo en propiedades de los acreedores externos. Los valiosos recursos naturales del país están en la mira de varias firmas multinacionales. También cabe la posibilidad que el mismo encadenamiento se consume a través de condonaciones maquilladas de la deuda (como ocurrió en Irak). Un modelo independencia custodiada por la OTAN forzaría además al Donbass y a Crimea, a someterse a mandatos occidentales rechazados por el grueso de la población.
La autodeterminación es igualmente un tema polémico entre los marxistas por la centralidad que Lenin asignó a esa demanda. Algunos autores retoman ese antecedente para destacar la continuada validez de esa petición. Pero los bolcheviques adoptaron ese planteo en Ucrania con muchas reservas, al calor de una guerra civil (entre rojos y blancos) y una batalla política (entre los soviets y la Rada). Las soberanías nacionales pregonadas inicialmente por Lenin —para ampliar el frente de lucha contra el zarismo— asumieron otra función luego del triunfo bolchevique. Fueron adoptadas como un principio de construcción de la URSS en torno a territorios autónomos integrados a una misma entidad estatal.
El proyecto comunista anhelaba la paulatina transformación de esa federación en un enjambre de naciones fusionadas o pertenecientes a la misma colectividad socialista. Con esa perspectiva fue que Ucrania quedó integrada a la URSS como una república pero sin atributos para separarse y asumir otra condición de país capitalista independiente. Lenin siempre concibió la autodeterminación nacional como un eslabón en la construcción del socialismo y nunca le otorgó a esa demanda un valor superior a la batalla contra el capitalismo. Estas prevenciones son particularmente valederas en el escenario actual.
Los debates sobre la soberanía de Ucrania son útiles para clarificar posturas en el compartido campo de opositores al cerco de la OTAN y la respuesta de Putin. Las discusiones con otras dos visiones en la izquierda presentan en cambio otro alcance.
Exculpar a la OTAN
Algunos enfoques observan a Rusia como la principal causante de la guerra y estiman que su derrota disuadirá otras aventuras bélicas en el mundo. Advierten que la victoria de Moscú conducirá al envalentonamiento de Washington y a la consiguiente generalización de conflictos de todo tipo. Pero, con mayor realismo, correspondería avizorar un desemboque inverso. Un éxito militar de Ucrania —con armas, asesores y mercenarios de Occidente— reforzaría la expansión de la OTAN con mayores sangrías en todo el planeta.
Los desaciertos de pronósticos son igualmente secundarios frente a su corolario en miradas condescendientes con la OTAN. Ese organismo es observado como una alianza aceptada por las poblaciones lindantes con Rusia, omitiendo que esas simpatías son fabricadas y transmitidas por los justificadores de la militarización. Algunos autores consideran que la denuncia de la OTAN ya fue sobradamente expuesta en el pasado y no es pertinente en la actualidad. La ausencia de soldados o aviones de esa alianza ilustraría su irrelevancia en Ucrania. Pero esa edulcorada visión olvida que todo el conflicto surgió por la auspiciada inclusión de Kiev en la estructura que digita el Pentágono. Estados Unidos y sus socios arman, adiestran y guían al Ejército ucraniano y solo evitan el envío de tropas para digerir los fracasos sufridos en otras latitudes.
Para exculpar a la OTAN se describe también la confrontación actual como un segundo episodio de la Guerra Fría iniciada por Estados Unidos en Irak. Washington habría consumado esa operación con la mira puesta en Moscú y su rival habría respondido veinte años después con la misma receta. Pero esa equiparación carece de asidero. Rusia no cumplió ningún papel en el asalto del Pentágono a Bagdad. Padecía la devastación perpetrada por Yeltsin y el Departamento de Estado no incluía aún a Putin en su lista de grandes enemigos. Por el contrario, la guerra actual se originó en el intento estadounidense de convertir a Kiev en una catapulta contra Rusia.
El paralelo entre Irak y Ucrania es totalmente forzado. Presupone que dos potencias dominantes libran la misma guerra de saqueo en su periferia. El petrolero ambicionado por Estados Unidos tendría su correlato en el mineral de hierro y los cereales anhelados por Rusia. Esa analogía es desacertada y equipara escenarios distintos. El ataque a Irak buscaba imponer el control norteamericano directo sobre todo el Gran Oriente Medio, para reconstruir la primacía de la primera potencia. La reciente incursión rusa solo intenta contener el cerco de la OTAN. A lo sumo, incuba un embrionario anhelo expansivo de Moscú en el espacio postsoviético. Hay un abismo de objetivos y poder entre ambos contendientes.
La descalificación de las críticas a la OTAN como una rutinaria reacción de la «vieja izquierda» sintoniza con la prédica de los grandes medios de comunicación y con todos los prejuicios del liberalismo. La izquierda se forjó en la disputa contra el imperialismo y se extinguirá si se mimetiza con sus enemigos.
¿Armas para las tropas de Ucrania?
La consecuencia más grave del enceguecido posicionamiento antirruso es el llamado a proveer de mayores armas al ejército ucraniano. Con enfáticas exaltaciones de Kiev se propicia exactamente lo mismo que hace la OTAN. Algunos autores incluso critican a las corrientes que vacilan en sumarse a ese campo militar. Subrayan que en una guerra no hay lugar para la tibieza y corresponde disparar contra un bando u otro, utilizando los suministros de cualquier proveedor. Con ese argumento dan la bienvenida a los pertrechos enviados por el Pentágono. Otros autores suben la apuesta y exigen la entrega de armamento más pesado.
Como ese sostenimiento cuesta dinero, no tendría sentido reclamar pertrechos negando su financiación. El apoyo material a la «resistencia ucraniana» necesariamente converge con el incremento del gasto militar, que por ejemplo votó el parlamento alemán. Esa dramática decisión remueve restricciones imperantes desde el fin de la Segunda Guerra Mundial y su aceptación contradeciría la principal bandera que ha enarbolado la izquierda desde mitad del siglo XX. Los entusiastas de la confrontación con Rusia deberán arriar ese estandarte si continúan apuntalando la intensificación de la guerra.
Frente a la dramática perspectiva de un mayor desangre, algunos proponen circunscribir el armamento a pertrechos básicos y rechazan el establecimiento de una zona de exclusión aérea. Pero también aquí coinciden con las prevenciones de Biden, Macron y Johnson para evitar un choque frontal con Rusia. Lo importante no es la diferencia establecida entre pistolas, tanques y aviones, sino la ubicación en el mismo campo bélico. La propia dinámica de los conflictos suele definir en los hechos que tipo de material bélico se utiliza.
Ese poder de fuego es también secundario en comparación a los receptores del suministro. El ejército de Ucrania actúa junto a numerosas milicias fascistas y sin ningún acompañamiento conocido de legiones socialistas o progresistas. Esa adscripción no es un dato menor, puesto que las ponderadas armas serán empuñadas por acérrimos enemigos de la izquierda.
Esta chocante realidad es vista por los promotores del armamento como una adversidad pasajera, que no modifica la justeza del reclamo. Frente a la prioritaria batalla contra Rusia, no sería muy relevante el perfil de los combatientes. Pero ese soslayado protagonismo de los derechistas es la característica central del campo reaccionario, que se forjó en Ucrania a partir de la revuelta del Maidán.
En lugar de propiciar el armamento de esos grupos, la izquierda debería denunciarlos por un simple instinto de supervivencia. En el alabado bando de Kiev ya están proscriptas las fuerzas socialistas y rige un proceso de «descomunización» para sepultar cualquier vestigio de ideales poscapitalistas. Las elogiadas armas serán también empuñadas por los paramilitares que se reclutan en el mundo para «luchar contra Rusia». Una legión de 20 000 combatientes ya se organiza en 52 países, con emblemas muy familiares a la tradición anticomunista de la derecha.
Para justificar la extraña convergencia con esas formaciones, algunos establecen comparaciones con los viejos llamados a entregar armas soviéticas y chinas a la resistencia vietnamita. Esa analogía es disparatada desde el momento que los comunistas del Vietcong eran la antítesis de las milicias de Ucrania. No es cierto que la dirección política de un movimiento de resistencia carece de importancia.
Recientemente los talibanes expulsaron al imperialismo estadounidense de Afganistán. Sin embargo, ningún izquierdista en Europa convocó a la misma provisión de armas que ahora se propicia para Ucrania. El carácter escandalosamente reaccionario de los grupos fundamentalistas inhibió ese llamado. Pero como la denominada opinión pública del Viejo Continente aprueba la rusofobia de Kiev (pero no el antiamericanismo de Kabul) resulta aceptable acompañar al primer bando y no al segundo.
Ese acomodamiento se extiende al paralelo entre Ucrania (contra Rusia) e Irak (contra Estados Unidos). Ninguno de los autores que ahora auspicia el armamento occidental de Zelenski convocó al mismo suministro para Sadam Hussein. La inclusión de propuestas militares solo aparece cuando el clima político imperante lo autoriza. Otro ejemplo de ese amoldamiento fue el aval a la zona de exclusión aérea en Libia, que precedió al derrocamiento de Gadafi.
El alineamiento bélico prooccidental de sectores de la izquierda también incluye la promoción de severas sanciones contra Rusia y rupturas de las relaciones diplomáticas. Como el imperialismo norteamericano es exento de toda culpa, las demandas de penalización se circunscriben a Moscú. De esa forma el blanqueo de Washington queda convalidado. En lugar de convocar a detener el desangre que padece Ucrania, se alienta la victoria militar de un gobierno derechista sostenido por la OTAN. La miopía política conduce a esa derivación belicista.
Vagas y explícitas aprobaciones
Existe otro enfoque en la izquierda diametralmente opuesto al anterior. Esa visión cuestiona a la OTAN y justifica la incursión de Rusia. Describe el acoso norteamericano y considera que Moscú se vio obligado a ocupar un territorio vecino para preservar la seguridad del país. Muchos exponentes de esta postura retratan la agresión del Pentágono sin evaluar la reacción de Putin. Para soslayar esa caracterización suelen omitir la propia mención del operativo que ha implementado el Kremlin. Opinan sobre una guerra sin mencionar a sus participantes.
Esta postura contiene dos méritos ausentes en el planteo contrapuesto. Ubica la responsabilidad principal del conflicto en el imperialismo norteamericano y propone la inmediata reanudación de las negociaciones. Pero estos dos aciertos no corrigen la extraña evaluación del conflicto sin ningún registro de lo hecho por Putin.
Las miradas que avalan más explícitamente el operativo ruso estiman que constituye una ocupación, pero no una invasión. La diferencia estaría dada por el carácter defensivo de una incursión destinada a contrarrestar los misiles de la OTAN. Este abordaje es mayoritariamente expuesto por quienes establecen analogías con la Segunda Guerra Mundial. Consideran que en Ucrania se desenvuelve la misma batalla que libró el ejército soviético contra el nazismo.
Pero la existencia de grupos fascistas no transforma la guerra actual en una copia de la conflagración mundial que desgarró al siglo XX. Rusia no enfrenta una amenaza directa a su supervivencia como la creada por la embestida de Hitler. Es muy importante precisar esa diferencia, puesto que el legítimo alcance de una respuesta defensiva siempre está correlacionado con la magnitud del peligro afrontado.
Rusia tiene derecho a defender su territorio, pero no puede hacerlo de cualquier manera, ni con acciones de cualquier envergadura. En el ámbito militar rigen ciertas pautas de proporcionalidad que tornan inadmisible exterminar a un adversario por violaciones menores a una tregua entre las partes. Putin debió continuar con la negociación de Minsk, puesto que no se registró ningún cambio cualitativo que justificara su incursión. El peligro que sufrían los pobladores rusoparlantes del Donabass podía ser contrarrestado con una limitada intervención a ese territorio.
Pero el jefe del Kremlin actuó como un jerarca desinteresado en la reacción de los pueblos. Dispuso una expeditiva invasión, confirmando que desprecia la opinión de los habitantes de Ucrania, que en el Oeste rechazan en forma unánime su operativo. El ataque solo ha suscitado pánico y odio contra el ocupante. Es cierto que en el Este la incursión tiene aceptación, pero conviene recordar que en los últimos ocho años Putin regimentó esa jurisdicción para desarticular los movimientos radicales. Su operativo es inaceptable y ha sido rechazado en la izquierda por sectores que incluyen a varios Partidos Comunistas del mundo.
Omisión del sujeto popular
Las miradas aprobatorias de la invasión destacan acertadamente que Rusia no pretende la anexión de Ucrania, y que solo busca crear un contrapeso al belicismo de la OTAN para apuntalar el equilibrio geopolítico que augura la multipolaridad. Pero ese razonamiento excluye a las mayorías populares y a sus organizaciones. Registra únicamente las apuestas de las grandes potencias, que dirimen fuerzas en pugnas económicas, disputas de recursos y choques militares. Desde esa óptica, Ucrania es vista como ficha del tablero que zanjará predominios entre los grandes jugadores de Occidente y Oriente.
Este enfoque habitual de los ministros y los cancilleres ni siquiera registra la existencia del movimiento popular. Las masas son observadas como un simple instrumento de los mandatos emitidos por las minorías que manejan el poder. Si la izquierda reproduce este abordaje, quedará disuelta entre las distintas variantes del establishment. Esa trayectoria ya fue transitada por la socialdemocracia y por los excomunistas devenidos en enriquecidos oligarcas.
Con esas miradas divorciadas de la vida popular, la invasión de Putin es ponderada como una jugada magistral. Se ignora el efecto del operativo sobre las luchas (y la conciencia) de los pueblos. Ese impacto es omitido, olvidando que la reacción de las mayorías debería ser la principal referencia en la izquierda para juzgar los acontecimientos políticos.
Esta caracterización es sustituida por evaluaciones de las tensiones que se desenvuelven en las cumbres entre Estados Unidos, Rusia y China. Con esa óptica se concluye en la invariable conveniencia de cualquier derrota del imperialismo norteamericano. Pero aquí se desconoce el reducido alcance que tendría para un proyecto avanzado, un triunfo que convalida la ocupación extranjera de Ucrania. La división de pueblos, la recreación del nacionalismo y el aislamiento de la izquierda debilitarían en ese caso todos los intentos de transformación progresista.
Las visiones exclusivamente centradas en las disputas por arriba desconocen por completo las nefastas consecuencias del operativo Putin para el proyecto socialista. Esa meta central de la izquierda es habitualmente soslayada, en los razonamientos que contraponen las ventajas de la multipolaridad capitalista con los pesares de la unipolaridad capitalista. Con ese criterio se realza la incursión rusa como un paso hacia el primer escenario, olvidando que la izquierda anhela construir una sociedad sin explotadores, ni explotados.
No cabe duda que el avance hacia esa meta exige doblegar al imperialismo. Pero ese logro debe empalmar con el fortalecimiento de las luchas sociales y las aspiraciones nacionales de los pueblos oprimidos. Solo esa mixtura permitiría apuntalar un horizonte de emancipación. La denuncia de la OTAN sin ninguna crítica a la invasión de Putin obstruye esa batalla.
Quienes suponen que la invasión a Ucrania podría reiniciar por sí misma una transición socialista olvidan que Rusia ya no es la Unión Soviética. Es un país amoldado al capitalismo y gobernado por un mandatario anticomunista, explícitamente opuesto a cualquier vestigio del legado socialista. Lejos de converger con la izquierda, Putin proscribe y hostiliza a esas fuerzas dentro de Rusia y en el Donbass. La reconstrucción del proyecto socialista transita por otro camino.
El tipo de guerra en curso
El trasfondo de los debates en la izquierda es el complejo carácter de la confrontación militar en curso. Como todas las conflagraciones, el conflicto de Ucrania entraña terribles sufrimientos para la población. La izquierda siempre ha denunciado esas tragedias, pero superando la mera condena moral de los desangres. Los enfrentamientos armados no pueden erradicarse por un simple mandato ético en un sistema mundial asentado en la competencia, el lucro y la explotación. La turbulenta y opresiva dinámica del capitalismo recrea los choques militares que la humanidad arrastra desde hace varios milenios.
Una pacificación perdurable solo emergerá junto a otro tipo de sistema global regido por principios de igualdad y justicia. En la batalla por ese futuro socialista, cada guerra presenta un contenido específico que aproxima o aleja a la sociedad de esa meta.
Desde el siglo pasado se registraron varias gestas armadas de liberación (descolonización, China, Vietnam, Cuba). Pero también proliferaron choques de signo opuesto, al servicio de las potencias imperialistas (Primera Guerra Mundial) o las élites locales (África en las últimas décadas). Entre esas dos variantes polares hubo confrontaciones que combinaron aspectos de ambos procesos. La Segunda Guerra Mundial fue un ejemplo de esa mixtura. Incluyó conflictos interimperialistas (entre el Eje y Occidente por el botín) y componentes democráticos (contra la barbarie fascista) y prosocialistas (defensa de la URSS).
También la Unión Soviética estuvo involucrada en esa compleja variedad de enfrentamientos. Protagonizó incursiones contra conspiraciones imperialistas (Afganistán), ocupaciones para acallar revueltas democráticas (Checoslovaquia) y tensiones con los socios del mismo campo (Yugoslavia, China, Camboya). Hay que tomar en cuenta esos antecedentes para adoptar una postura frente al caso de Ucrania. Es una ingenuidad suponer que ese posicionamiento se reduce a una simplificada opción a favor de Putin o Zelenski.
Ciertamente, el conflicto incluye a las grandes potencias, pero no desata una conflagración general. Se desenvuelve hasta ahora como un conflicto localmente acotado y no como el debut de la Tercera Guerra Mundial. Un choque de mayor escala es siempre posible, pero todavía no se vislumbra. Conviene recordar que durante siete décadas Estados Unidos y la URSS reiteradamente afrontaron la posibilidad de una guerra que nunca se concretó.
Es importante distinguir las guerras periódicas y corrientes de las inusuales confrontaciones generales. Hasta ahora, Kiev no repite la invasión de Hitler a Polonia. Esta precisión indica que no existe un enemigo a derrotar con la prioridad y la urgencia que imponía el nazismo a mitad del siglo pasado. Las bandas fascistas operan en Ucrania, pero no son comparables a sus antecesores germanos y no representan la amenaza mundial del hitlerismo. Presentar la guerra actual como contraofensiva antifascista de Rusia en el Donbass es un error asentado en analogías forzadas con el pasado. Embellecen la incursión de Putin apelando a la sensibilidad que rodea la memoria del nazismo.
Pero en Ucrania tampoco se libra una guerra de liberación contra opresores extranjeros. La invasión rusa es injustificable, pero no se asemeja a las operaciones imperiales de Estados Unidos, Francia o Inglaterra en la periferia. Rusia ocupa un lugar muy distinto en la estructura mundial de dominación que las primeras potencias. Por esa razón, la incursión de Putin no es equivalente al ataque perpetró Bush en Irak o Thatcher en Malvinas.
La guerra actual no se amolda al expeditivo esquema de un imperio agresor contra un pueblo sojuzgado. Ucrania no es Palestina, y Rusia está muy lejos de Israel. La guerra estalló porque Estados Unidos acosa a Rusia a través del gobierno derechista de Kiev y Putin respondió con una enceguecida invasión. El pueblo ucraniano es la principal víctima de esa regresiva confrontación.
Ese carácter adverso del choque militar para las causas populares se verifica en las desventuras que entrañarían los dos desenlaces contrapuestos. Un triunfo de la OTAN fortalecería al imperialismo dominante. Una victoria de Putin dejaría una dramática herida en el vecino pueblo de Ucrania. Una tregua seguida con el reinicio de las tratativas es el mejor sendero para evitar esos infortunios y construir un proyecto popular contra el belicismo imperialista.
Bibliografía
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Fuente: Claudio Katz en: jacobinlat.com