izquierdistas y evistas, que lo son de corazón
y no le huyen a la autocrítica
En los propios términos de la cosmovisión andino-amazónica, el llamado “evismo” no es un fenómeno que exprese lo que significaría un liderazgo indígena y su proyección internacional. Desde la perspectiva comunitaria de la vida o “cultura de la vida”, resulta demasiado problemático sostener algo que tiende a parecer un culto a la personalidad; es más, desde el concepto de la rotación democrática de los cargos –propio del ayllu o comunidad– la política del servicio está lejos de producir jerarquías privativas y exclusivistas.
Sólo en situaciones excepcionales, como suelen ser los conflictos o las guerras, la comunidad suele transferir un poder exclusivo, pero siempre recortado en sus funciones respectivas y por tiempo limitado. El mismo Evo solía corregir a quienes, en su primera gestión, coreaban “todos somos Evo”, por la más afortunada consigna: “todos somos pueblo”. Ese es el acento comunitario de ser pueblo, donde el todos es el nos-otros trascendental, o sea, nosotros y los otros. En ese acento está la sustancia de una política para la vida, y aquel que ha alcanzado esa consciencia de politicidad, ya no es más un mero individuo (aislado y separado) sino se hace pueblo y, en ese proceso, alcanza el máximo grado de autoconsciencia, es decir, de transformación crítica de su realidad y su propia vida moral.
En ese sentido, lo que se conoce como “evismo”, pudo haber generado inicialmente la sensación de pertenencia a un proyecto; pero su posterior funcionalización por parte de una nueva elite política, muestra una suerte de legitimación fingida que busca su propia sobrevivencia al amparo de un relato impostado, donde el proyecto se confunde con el líder, o sea, con el individuo, porque el “ismo” ya es la consecuencia de una fijación personalizada, de un fetichismo que no ayuda al líder sino le priva de la propia sustancia que le da sentido.
Aquí se produce lo que llamaremos “mesianismo de derecha”, es decir cuando el individuo se hace mesías y afirma: Yo soy el único Dios; pero en la consigna que afirmaba el propio Evo, “todos somos pueblo”, se encuentra el germen de lo que podemos llamar “mesianismo de izquierda”, donde todos somos hijos de la divinidad, que es el principio y criterio ético de la igualdad humana, porque se trata de una igualdad de hecho y de derecho (todas las críticas actuales al mesianismo, que provienen sobre todo de la derecha, no saben discernir que el mesías no es un concepto privativo del cristianismo sino profético-crítico, o sea, político; en tal sentido, la teología encubierta por una política de dominación, le priva al pueblo de constituirse en mesías, o sea, de hacerse sujeto de su propia liberación).
Entonces, todo relato que ya no afirma ni potencia esta igualdad, es funcionalizado para afirmar una nueva elite que, como sujeto sustitutivo, genera una ortodoxia sin contenido democrático; produciendo el desplazamiento de toda crítica y desacuerdo, mediante un mesianismo de dominación que hace, de la fidelidad, una tributación de obediencia a un individuo (por encima de su propia comunidad). El pueblo es desplazado como mero obediente. El poder delegado usurpa la soberanía al poder original. La nueva elite es sólo nueva porque son otros actores, pero restauran algo que históricamente arrastran y les impide renovarse y ser pueblo. Eso tiene historia.
Se trata en realidad de un nuevo reciclaje político; una actualización de aquello que, desde Zavaleta, se denomina “paradoja señorial”. Veamos. La primera protagonista de esta paradoja es precisamente aquella casta oligárquica que recibe sin merecerlo, es decir, sin haber nunca derramado una sola gota de sudor y menos de sangre, la independencia de un nuevo país. Como nunca tuvo la experiencia del sacrificio que implica luchar por algo, tampoco supo qué hacer con ese país libre.
En esas condiciones, esa casta, sorprendida por la libertad, sólo podía movilizar sus esfuerzos para buscarse un nuevo amo a quién obedecer, como suele hacer quien no sabe qué significa ser libre. Abrazan los ideales de la época sólo por puro oportunismo porque, en el fondo, esa casta, era incapaz de “reunir en su seno ninguna de las condiciones subjetivas ni materiales para auto transformarse en burguesía moderna”. De ese modo Zavaleta retrataba a una consciencia enferma y acomplejada que sólo podía constituirse en elite a costa de su propia nación –su propio pueblo–, sobre el cual descargaba no sólo su poder y dominio sino hasta sus miserias y complejos.
Esa consciencia deviene en periférica y satelital. Como nunca se pone a sí misma como centro de sus propias expectativas, su existencia se resume a la dependencia como forma de vida. Lo cual hace cultura política, social y hasta académica. Sus subalternos naturalizan una clasificación donde los indios sufren toda la carga que desatan sus aspiraciones de “ascenso social”.
Todos han de encarnar la pretendida “superioridad” que la oligarquía ha juramentado como principio de vida: el indio jamás será nuestro igual. Aunque éste haya sido siempre la ecuación decisiva en la política boliviana, sólo es tomado en cuenta para dirimir las luchas de poder entre facciones políticas decadentes y emergentes. En la historia oficial sólo estos aparecen como protagonistas, arrinconando al verdadero pueblo a un mero decorado de una escenografía pensada siempre desde ese señorialismo ya ideológico en la idiosincrasia urbana.
El movimientismo genera su propio relato histórico, que hace de la revolución del 52 el lugar de su constitución en elite política, raptando, otra vez, una epopeya popular para legitimar otro ciclo de reciclaje político. La “paradoja señorial” se actualiza y la encarna esta nueva elite, que podía haber sido la gestora de una radical transformación estatal, de la propia idea de nación y pueblo, pero sus propias cabezas no eran libres del Estado que se proponían transformar.
La incorporación del indio en la vida nacional era apenas formal, por ello aparece como “campesino”, o sea, como algo que debe desaparecer mediante su subsunción en una categoría “permitida” por la clasificación social (que en el fondo es racial). De nuevo, esta elite no reúne las condiciones subjetivas para auto transformarse y, menos, para transformar el Estado. La historia de marginamiento sistemático de la propia nación continúa y debe actuar como nación clandestina en un mundo que le niega existencia política y, en consecuencia, subsistencia económica, medicinal, cultural y espiritual.
Esa injusticia histórica y estructural se pretendió resolver desde el 2006, con la asunción del primer presidente indígena en Bolivia. La Asamblea Constituyente, instalada democráticamente por vez primera, iba a significar el primer acto plurinacional del “proceso de cambio”, entendido como “revolución democrático-cultural”; es decir, se trataba no sólo de una experiencia de afirmación de la diversidad sino de la participación democrática y plural de todos los afectados por las decisiones políticas. Una primera experiencia de democratización del poder político.
Pero, de nuevo, la “paradoja señorial” se hizo evidente en quienes se pusieron como sujeto sustitutivo excluyendo al sujeto plurinacional, expropiando la decisión política y convirtiéndola en propiedad privada de un vanguardismo que entroniza a la nueva elite política, apagando el poder popular por medio de una ortodoxia impuesta, a nombre del propio “proceso de cambio”.
Esa incapacidad señorialista de auto transformarse la encarnaba ahora una izquierda anacrónica que se subió al carro de la historia sin creer, en definitiva, lo que el pueblo estaba produciendo como nuevo horizonte político. Por ello no tardó en adjetivar lo democrático y revolucionario del proceso, con sus propios dogmas coloniales y eurocéntricos que arrastran como prejuicios señoriales anti-indígenas. También por eso, Zavaleta señalaba que el juramento de superioridad señorialista funciona tanto con el liberalismo como con el marxismo.
Un necesario proceso de descolonización debía enfrentar una izquierda oficialista que, demagógicamente, levantaba las banderas del vivir bien, la PachaMama, el Estado plurinacional, pero, en el fondo, no creía en nada de aquello; por eso las apuestas gubernamentales fueron inclinándose a la afirmación de los mitos modernos que hacen posible al capitalismo.
Si no creen en lo realmente novedoso que se deduce del horizonte que propone una política basada en las premisas del “vivir bien”, entonces tampoco ven la necesidad de transformar el Estado sino sólo hacerlo más eficiente. En ese sentido, desplazado el horizonte político, lo que queda es el mero cálculo político, donde la eficiencia se mide por la mayor captación de poder. Pero eso no puede ser declarado. Entonces es cuando los profesionales de la política entran en acción.
El Estado ahora puede prescindir de los indios y reponer el poder burocrático anterior, para que las reglas de operatividad del Estado respondan exclusivamente a un proyecto de poder. Esta misma apuesta genera también una situación beligerante que inflama aun más el revanchismo de la derecha arrinconada políticamente y, con un pueblo desplazado, esta elite se va encapsulando en la medida que acumula más poder. El propio celo juega ahora sus prerrogativas y es cuando la política misma se ontologiza y genera un maniqueísmo que se sostiene en una fidelidad instrumental que inevitablemente prebendaliza toda afiliación.
En esas condiciones, lo único que puede dar credibilidad y legitimidad al puro cálculo político es la sustitución del proyecto por el líder. Lo que no debiera separarse y menos confundirse, ahora se torna en la moneda de intercambio político. En esas condiciones aparece el “evismo”.
Cuando leyó el expresidente Evo su renuncia obligada, quienes le acompañaban eran exclusivamente dirigentes indígenas y campesinos. Fueron quienes dieron la cara porque, más allá de su liderazgo, lo que representaba era un pueblo constituido en poder político. La gente más humilde lloró su ausencia porque en él veían la esperanza de un país entre iguales. Por eso el golpe fue ejecutado para cercenar esa esperanza.
El gobierno había perdido mucha legitimidad y sus operadores sólo veían cómo inflamar y gastar más el único recurso, al cual se habían acostumbrado sus limitados discernimientos, es decir, exponer a su rey. El “síndrome del rey cercado” ya lo hemos expuesto en otros ensayos, pero nos faltó añadir que, cuando el propio rey termina por creer lo que el séquito quiere hacerle creer y la propia realidad le demuestra que aquello es una pura ilusión, al rey no le queda más que apostar todo para recuperar su antigua condición. Apuesta todo porque si no es rey no es nada. Es la tragedia del poder, cuya curva de acumulación es como la del capital, es decir, exponencial. El capital, si no crece, muere; el poder, si no asciende, sucumbe.
Una vez que el pueblo recupera la democracia, para escarmiento de los golpistas, el MAS presume que es un triunfo suyo. Pero en el 55% había tanta bronca contra el golpe y la dictadura impuesta, como expectación de que todo se renueve. Pero esta lectura no podía admitirse, porque eso significaba exponer el desplazamiento de una elite que se mantenía gracias a la no renovación.
Entonces, para acopiar el triunfo como triunfo exclusivo del MAS, se recurre nuevamente al “evismo”, como el relato adecuado para incrustarse en este nuevo momento; desplazar, otra vez, al sujeto que resistió el golpe y recuperó la democracia y así, de ese modo, aparecer inocente, cuando el abandono paulatino de horizonte político plurinacional –por parte de esa elite– fue lo que desinfló la legitimidad inicial y trasfirió aquella a una derecha empoderada que hizo del desencanto social (atizado también por los medios) el caldo de cultivo para activar la opción fascista.
Por eso el golpe se lo dio al pueblo. El gobierno sólo era una mediación que había que apartar para hacer abortar el ajayu del pueblo. Cercenar el espíritu popular era el objetivo, por eso la apuesta fascista no era descabellada sino la mejor forma de escarmentar a un pueblo que había osado proponerse un país entre iguales. Volver a la república no constituía ningún deseo oligárquico disparatado, sino la actualización del juramento señorialista: el indio no puede ser nuestro igual.
Pero, mientras el pueblo reponía la escenografía democrática y abrazaba de nuevo la posibilidad de construir, desde abajo, poder popular, democratizándolo ya no como dominación sino como voluntad de cambio, una nueva expropiación de ese poder acontecía para confirmar que, en las crisis, todos vuelven a su origen de clase.
Y se trata de pura sobrevivencia; sobre todo cuando las condiciones ya no son las mismas y, por necesidad, se deben forzar las cosas y hacer aparecer que nada ha cambiado y que, los mismos de antes, pueden ser los nuevos de ahora. El “evismo” entonces funciona como justificativo para el retorno forzoso: o nosotros o nadie. 14 años de gestión habían dado frutos en el manejo burocrático del Estado, de modo que se podía ir reponiendo la estructura anterior mediante la incrustación de los alfiles precisos en puestos claves de decisión.
Entonces, los pedidos de renovación ya podían ser desestimados, porque se podía funcionalizar muy bien la lealtad y fidelidad al “proceso de cambio” como obediencia y sumisión al liderazgo único; de ese modo, el rey vuelve a ser rey y el séquito, que hace de su cabalgata, vuelve a garantizar su permanencia. Pero, como decíamos, el drama del poder consiste, como el capital, en crecer siempre, de modo que no pueden ejercer poder mientras no sean poder efectivo.
Entonces sólo les queda forzar los tiempos, acelerar su retorno definitivo. Para ello movilizan todos los recursos, internos y externos, moderados y extremos; creen que el poder les pertenece y que nadie, sólo ellos, pueden tenerlo. Por eso decíamos, la “paradoja señorial” se repone: podían haber sido los actores de la transformación de la política y el Estado, empero sus cabezas y sus corazones seguían cautivos por el tipo de política y Estado que los había parido.
Sigue entonces vigente la afirmación de que la clase política nunca ha estado a la altura de lo que el pueblo ha producido; debido, sobre todo, por el factor colonial y eurocéntrico que la descolonización ha evidenciado como carácter estructural en la propia cultura social y política.
En esa cultura anida la “paradoja señorial” y encuentra en relatos que se ungen de atavíos revolucionarios para camuflar un drama que se hace maldición: cambian todo para que todo siga igual, o sea, cambian sólo las formas, porque el reformismo es lo único que se proponen (y quienes hacen revoluciones a medias, cavan su propia tumba, decía Saint Just).
La imposibilidad no viene del pueblo, al cual increpan toda falta, sino de una lógica que adoptan los actores en lucha por su exclusivo ascenso social. Estos actúan como intermediación política que celosamente cercan al líder y excluyen al pueblo; son los mandarines que tasan su permanencia ya no en torno a un proyecto sino al celo de un líder que les garantice su sobrevivencia. Por ello también apagan todo su impulso revolucionario y “normalizan” su gestión para no arriesgar en nada un continuismo que sólo opta por acomodarse a la inercia administrativa.
El verdadero poder entonces es el poder burocrático que define las reglas operativas y procedimentales adonde se desenvuelven muy bien quienes hacen de la intermediación política, como burocracia política, su propiedad privada, arrebatándole al pueblo no sólo sus banderas sino arrinconando sus expectativas en el laberinto del tiempo burocrático.
El “evismo” podría expresar a un pueblo constituido en sujeto, pero eso tendría que nacer desde abajo; en tal caso, el ismo sería innecesario. La corrección que hacia Evo sigue siendo vigente: no es “todos somos Evo” sino “todos somos pueblo”.
Para devolver incluso al líder a su origen humilde, el “evismo” debiera dar lugar a un movimiento molecular de bases que crezcan ideológica y políticamente en torno al horizonte de vida que generó nuestro propio pueblo. Un líder es siempre producto de la maduración que un pueblo adquiere en el proceso de su constitución en sujeto histórico. Ese proceso es un continuo proceso de constitución desconstitución y reconstitución; por eso el liderazgo no es nunca definitivo y debe siempre alimentarse de lo que el pueblo crea y produce. Por eso nunca hay que quitarle el protagonismo al pueblo, de él provienen los sentidos que dan sentido a la lucha revolucionaria.
Los “evistas” poseros no creen en el pueblo y es el oportunismo el que digita su celo político. Hay “evistas” más honestos, pero su lealtad es al individuo y no tanto al proyecto. En todo caso, creer en el líder no necesariamente significa creer en lo que representa; en ese sentido, creen en el individuo, en su carisma, su ingenio, su fuerza y su inteligencia, pero con ello lo reducen a sí mismo.
Creer en lo que representa es creer en lo que el pueblo cree, o sea, creer en el indio es creer en lo que el indio cree. Por eso el compromiso no es a un líder determinado sino a lo que representa. Esto produce hasta una relación crítica con el líder y ya no de sumisión; lo recupera como hermano e impide su fetichización.
Por eso el “evismo”, como continuidad reciclada de la “paradoja señorial”, puede cambiar de preferencia y seguir operando con la misma lógica. Porque el séquito puede buscarse otra sombra a la cual arrimarse y, de ese modo, seguir garantizando su sobrevivencia política, siempre a costa del pueblo.
Nuestros líderes indígenas y nuestro pueblo, deben saber advertir cuándo está apareciendo el llunkerío de los rastreros, que se humillan primero para humillar después, que se suben al carro de la historia para no dejar avanzar al pueblo. Todo proceso revolucionario depende también de esa prudencia y necesario discernimiento. El “vivir bien”, la “vida bonita” y el “vivir sabroso”, no es un traje de moda que le quede a cualquiera sino a quienes siembran los colores de la vida, en cada acto y cada palabra, los que saben que la wiphala no es de nadie porque nos representa a todos; por eso hasta Roger Waters de Pink Floyd, puede homenajear a la wiphala, sin prejuicios ni vergüenzas, porque la lucha de los pueblos es por y para todos, y eso lo comprende todo aquel que ha sabido integrarse a la generosidad de la vida.
La Paz, Chuquiago Marka, 1 de agosto de 2022
Rafael Bautista S., autor de: “La Memoria Obstinada”,
yo soy si Tú eres ediciones
Fuente: Resumen Latinoamericano
Compañero, llamar a la autocrítica es importante, aún si el adversario está intentando de armar un caos en el país.
Lamentablemente ONGs y cualquier gobierno nos enseñaron abrir las manos como mendigos y creernos más vivos que ellos. El llunkerío es pan de cada día.
Sé de que estoy hablando, pues soy campesino y estudiante universitario.
Salida, consejos, orientación? ¡carajo! nos hace falta el Mallku.