La voz democracia se usa indistintamente en los debates teóricos y políticos contemporáneos, pero premeditadamente se omite su carácter ilusorio y la falta de asideros histórico/empíricos para privilegiar, ante todo, una perspectiva de deber ser, de aspiración, que difícilmente se consuma. Tal vez ningún término usado recurrentemente en el espacio público fue ultrajado de tal manera que no solo fue vaciado de contenido sino que perdió todo sentido para remitir a la realidad. En tanto ideología, la noción de democracia se emplea como un instrumento de legitimación de las estructuras de poder, dominación y riqueza. Más cuando –desde 1968– el capitalismo fue cuestionado por las clases medias ante las promesas incumplidas luego de 200 años de prácticas y experiencias derivadas de su proceso civilizatorio.
Si en Europa el siglo XIX fue la centuria de las gestas propias de la lucha de clases y de las efervescencias de los movimientos sociales opuestos a la exacerbada explotación capitalista, el siglo XX fue la centuria de los totalitarismos y autoritarismos en sus múltiples formas e ideologías. La centralización vertical del poder y de las decisiones públicas fue el signo de un siglo que se caracterizó por la bonanza económica y amplios periodos de crecimiento de la riqueza; el progreso científico, las innovaciones tecnológicas y la mejora de la calidad de vida a partir de sus aplicaciones; y la relativa estabilidad sociopolítica en Europa, Estados Unidos y en regiones como las latinoamericanas influidas por el proceso de occidentalización del mundo.
El cénit de las prácticas totalitarias se alcanzó con los nazismos y fascismos que atizaron la confrontación internacional de la Segunda Gran Guerra. Y si bien el continente europeo se liberó de esas ideologías políticas, América Latina, África y Asia reprodujeron a lo largo de la segunda mitad del siglo XX regímenes autoritarios y dictaduras militares movidas por la represión y la persecución de aquellas fuerzas sociales opositoras que cuestionasen el patrón de acumulación y la exclusión política. Hacia los años ochenta, con el triunfo de la ideología de fundamentalismo de mercado en materia de políticas públicas y con la pérdida de fe en el Estado como dispositivo para la transformación social, no solo se instauró la privatización del mismo sino que la ideología de la democracia fue reivindicada para reconstruir la legitimidad perdida desde finales de la década de los sesenta. Más todavía: la noción de democracia fue apropiada en el sur del mundo como sucedáneo de los proyectos de autodeterminación nacional.
Así, el desmembramiento de la Unión Soviética no solo representó la lapidación del estatismo, sino también la posibilidad de erigir al capitalismo ultra-liberal en un referente y en una forma de organización social incuestionables. En el mundo subdesarrollado lo anterior redundó en el sepulcro del Estado desarrollista y en el cuestionamiento del autoritarismo de distinto cuño ideológico. En ambos procesos, la democracia fue la narrativa que definió las nuevas significaciones de la praxis política y de los asuntos públicos. Pero lo hizo desde una lógica estrictamente electoral y procedimental, sin cuestionar –más bien encubriendo– las contradicciones derivadas del nuevo patrón de acumulación en el cambio de siglo.
Raptada la democracia por las élites políticas y por la racionalidad tecnocrática imperante en el sector público y en el mismo tercer sector, se impuso el cortoplacismo y fueron suplantados los proyectos de nación de largo aliento y alcance. Al tiempo que fue sepultada toda posibilidad de cambio social fuera de los procedimientos electorales y las prácticas partidistas. Más que una democracia, lo que impera hasta la actualidad es una especie de partidocracia incapaz de hacerse eco de las urgencias y necesidades sociales. Esto es, existe un divorcio entre esa partidocracia y la ciudadanía porque la primera fue desbordada por el faccionalismo y los intereses creados que medran de la privatización del Estado.
El talón de Aquiles de la ideología de la democracia –tal como se define desde finales del siglo XX– es el encubrimiento, la invisibilización y el silenciamiento de fenómenos como la desigualdad, la pauperización y la exclusión social. Sin una mínima referencia a estos procesos sociohistóricos, la democracia es una voz vacía de sentido y carente de todo sustrato empírico. Mientras persista el subdesarrollo en el sur del mundo y la pauperización de las clases medias en el norte, la ideología de la democracia no generará más que detractores que le cuestionen.
Incapaz de aprehender las nuevas formas de explotación, las nuevas desigualdades y las nuevas conflictividades, la democracia –e incluso la democratización como su posible materialización– se torna una muletilla que lo mismo justifica el ejercicio de abultados presupuestos públicos (en México el llamado Instituto Nacional Electoral absorbió para el 2021 un presupuesto en torno a los 981 millones 556 297 dólares, y es fecha que esa entidad pública sigue bajo sospecha de fraude al organizar procesos electorales); la apertura de agencias y organizaciones públicas encargadas de sus procedimientos, gestión y vigilancia; la movilización de recursos privados, lícitos o ilícitos, para sufragar campañas electorales y para alimentar la voracidad de los mass media; y que lo mismo le da forma a una gran agencia de colocación donde se emplean y movilizan millones de ciudadanos que forman los cuadros técnicos que ejecutan y concretan los procedimientos en torno a la promoción y ejercicio del voto.
La institucionalización de la ideología de la democracia crea andamiajes funcionales a la canalización del descontento y el malestar social. Al tiempo que se estipula desde la Organización de las Naciones Unidas al 15 de septiembre como el Día Internacional de la Democracia, se pierden de vista las formas en que se desglosan las relaciones de poder y dominación en los espacios nacionales y locales, y la manera en que la praxis política pierde relevancia ante la emergencia de poderes globales. Sin un análisis profundo de las estructuras de poder será imposible comprender las estructuras políticas que suelen reducirse al efímero partidismo y a la confrontación facciosa que no aborda y resuelve el fondo de los problemas públicos, sino que privilegia los paliativos y la gestión cortoplacista de los mismos.
Al igual que la noción de desarrollo –adoptada desde finales de los años cuarenta del siglo XX– la voz democracia es una especie de maná con el cual se pretende –al menos discursivamente– resolver, dentro de ciertos cánones convencionales, múltiples problemas de la humanidad sin reparar en las especificidades de las sociedades y de sus comunidades locales. Es tan bondadoso el término que hasta aquellas élites políticas que en el pasado inmediato fueron las causantes de los problemas públicos y las crisis, hoy –apelando a la endeble memoria histórica– regresan con nuevos ropajes para proclamar que ellas los resolverán. En una lógica de “cambiar para no cambiar” –una especie de gatopardismo–, la ideología de la democracia funge como una argucia para desactivar la propensión de las sociedades a organizarse en movimientos sociales que orienten la mirada a las causas últimas de los grandes problemas nacionales y mundiales. Ello no se entiende sin el triunfo incuestionable del individualismo hedonista y sin el vaciamiento de la política como praxis transformadora de la realidad social. La privatización del Estado significó también la privatización de la política y con ello el rapto de las significaciones y las narrativas en torno a los problemas públicos, así como la suplantación del pensamiento crítico e la vida pública. De ahí la pérdida de confianza de la ciudadanía respecto a la política, el Estado y sus avatares; y de ahí también la emergencia y expansión de liderazgos demagógicos de distinto signo ideológico que explotan las emociones y miedos de los ciudadanos.
Despojarnos de la ideología de la democracia en su vertiente convencional, reduccionista, electorera y utilitarista es una condición esencial para reivindicar a la praxis política y para desentrañar las causas últimas y profundas de los problemas públicos que asedian a la humanidad. Sin ese ejercicio teórico y político se corre el riesgo de postergar el extravío de las sociedades contemporáneas y de dejar el futuro en manos de élites que usufructúan dicha voz, al tiempo que con ella encubren sus intereses creados, su trivialidad y la depredación de lo público.
Fuente: Isaac Enríquez Pérez en Rebelión