Dice el historiador Yuval Noah Harari que el secreto del dominio humano está en su capacidad de cooperar flexiblemente en grandes grupos. Hay muchas especies que cooperan en enormes grupos, como las hormigas o las abejas, pero sus formas de organización no son flexibles sino muy codificadas. Hay otras especies que sí cooperan flexiblemente, como los elefantes o los delfines. Pero cuando el grupo supera un número dado de individuos debe dividirse, de otro modo la cooperación falla irremisiblemente.
Los humanos somos la única especie que puede cooperar flexiblemente en grupos de miles y a veces millones. Y el secreto de esa cooperación está en lo que Harari llama ficciones: conceptos, consignas o nociones con la capacidad de convencer, de crear una dirección y un propósito colectivos. Estas ficciones movilizan a los individuos al darles un sentido de pertenencia y la capacidad de cooperar con otros.
Para funcionar, las ficciones deben ser suficientemente abstractas y universales como para sobreponerse a diferencias e intereses individuales, y a la vez lo suficientemente concretas y alcanzables como para movilizar voluntades y generar acciones inmediatas. Los humanos hemos creado ficciones muy poderosas: religiones, Estados, corporaciones, dinero, leyes… todas ideas que no existen en el mundo natural, pero que al institucionalizarse han creado consecuencias tan físicas y materiales que hoy se han hecho inescapables. En ese sentido, las ficciones no son mentiras: si bien solo existen en la imaginación humana, tienen tanto poder que se materializan a través de la voluntad colectiva de creer en ellas.
Solo las ficciones bien construidas pueden levantar y sostener movilizaciones populares. En octubre de 2019, la ficción del fraude convenció a miles de salir a las calles, parar el país por 21 días y sentar las bases para un golpe de Estado. En noviembre pasado, por el contrario, la consigna de abrogar una ley en particular no fue suficiente para lograr la misma movilización, porque le faltaba universalidad. Bastaba para movilizar a los sectores que se pensaban afectados por la ley, pero fallaba a la hora de crear un sentido de comunidad y de pertenencia en un grupo más amplio.
La nueva ficción que está tratando de construir la élite cruceña es el federalismo. No es una noción nueva: ya en 1899 tuvo la capacidad de llevar al país a una guerra civil entre el sur y el norte, entre liberales y conservadores, entre la visión indígena y la republicana de país (según como se lo mire).
La ficción federalista tiene demostrada universalidad y abstracción, puede movilizar a multitudes y darles un propósito. En Santa Cruz y Potosí esa visión ya existe y está vigente desde hace tiempo, de hecho sobre esa misma base se boicoteó la Constituyente y se logró introducir la noción de Autonomía en la Constitución de 2009. Pero no era entonces (ni es ahora) una ficción consolidada, pues para materializarse requiere un plazo largo y muchos pasos administrativos de los que alguien debe ocuparse. Ese es el problema con las ficciones: para convertirse en verdades materiales hace falta mucho trabajo, y la fuerza movilizadora de la consigna se diluye en cuanto demanda de la multitud mucho más que su presencia, su voz o sus pancartas.
Con el federalismo sucederá lo mismo: será una excelente bandera para movilizar y para desestabilizar la gestión de gobierno. Pero para ser alcanzable requiere millones de firmas, una nueva Asamblea Constituyente, al menos un año de deliberaciones que lleguen a consensos, un referéndum para aprobar los cambios constitucionales; en fin, mucho trabajo. Si la propuesta va en serio es un horizonte de varios años, llenos de obstáculos y con muy pocas probabilidades de éxito. Eso lo sabe muy bien Luis Fernando Camacho. Por eso la ficción federalista es solamente una excusa, como lo fue el fraude en su momento.
Fuente: Verónica Córdova en La Razón
Creo que nadie sabemos bien lo que es el «federalismo». Hubo varios intentos de ello en nuestro país y siempre sirvieron para desvirtuar…