En política, lo posible es también una cuestión de percepción y no sólo de mera objetividad. La misma objetividad no es una fatalidad sino una creación; por eso los hechos no son objetivos en sí, sino en correspondencia con la nueva objetividad producida, es decir, con la nueva subjetividad productora de nueva realidad. Situarse en esa novedad, constituye la perspectiva adecuada para percibir las posibilidades que se abren, incluso en escenarios adversos; porque las definiciones que se realizan, en momentos decisivos, están también determinadas por los marcos hermenéuticos que se tienen.
Esto significa que, en política, la percepción asumida define las apuestas que se haga. Si la percepción que tengo no se halla en correspondencia con la nueva objetividad, entonces sucede una desconexión inexcusable que trae, como consecuencia inmediata, la pérdida de sentido de realidad. En ese sentido, desde la percepción anacrónica del decadente sistema político boliviano (que sobrevive no por cuenta propia sino por el padrinazgo foráneo a su rancia insistencia), pareciera que el campo popular se habría fragmentado, después de las elecciones subnacionales.
Pero esa es la visión de una derecha que, en estas elecciones, ha sido olímpicamente relegada y reducida, de nuevo, a sus nichos naturales, es decir, a los círculos urbanos de reproducción racista señorial. En tal sentido, se podría afirmar que la derecha está enfrentando su propio desenlace fatídico, es decir su abandono del campo político. Lo cual no significa la capitulación de su fuerza sino su renuncia a la legitimidad política; porque siendo el campo político merecidamente re-cooptado por lo nacional-popular, la derecha sabe que lo indígena, de aquí en adelante, ha de definir más contundentemente, no sólo las elecciones sino, sobre todo, la política misma.
Esta ganancia, que podría ser definitivamente estratégica, el pueblo no se la debe a ningún partido ni a ningún líder, sino a pesar de estos. En la recuperación democrática se evidenció cómo el pueblo boliviano, supo producir desde sí, su reconstitución en cuanto sujeto histórico, con capacidad de organización espontánea y de proyecto sostenido. Fue la actualización de su memoria histórica lo que produjo hasta una rearticulación popular de forma rauda e imprevista. Por eso no triunfó la dictadura, porque no se podía matar a un espíritu milenario encarnado en una movilización nacional profundamente democrática y popular.
El 55% del triunfo fue la respuesta contundente de un proyecto de vida que demostró no sólo estar más vivo que nunca, sino que tiene capacidad de recuperación pronta ante lo que hubiese significado su aniquilación. Los golpistas estaban dispuestos a todo, porque en su ceguera desorientada, creían que se iban a quedarse toda la vida, pero no pudieron ante la potencia misma del poder de un pueblo reconstituido desde sus raíces milenarias. El pueblo pudo sacar de su memoria histórica la fuerza necesaria para enfrentar una nueva asonada golpista y ungirse merecidamente de la unción democrática que se le había sido usurpado; mientras que la derecha sólo podía acopiar su miedo histórico convertido en programa de vida, que se traduce siempre en el impotente desprecio político al “indio convertido en multitud”.
Por eso la derecha ya no sabe cómo recuperarse de su propia fatalidad que, de derrota en derrota, sólo puede advertir el fin de su condición de elite política. Después de las elecciones subnacionales, la derecha ve el campo político como algo ya ajeno; sabe que ya no puede ganar de modo limpio y tampoco irradiar un liderazgo nacional y trata de transferir esas carencias en el pueblo que tanto desprecia; haciendo creer que sus desgracias la sufren otros. Actúa del mismo modo como actúa el Imperio en decadencia: se inventa todos los enemigos posibles para legitimar su rancia presencia, pero en esa insistencia produce, para sí mismo, una situación bastante embarazosa: aquel que asiste a una fiesta sin ser invitado también suele irse sin ser despedido.
Si la derecha renuncia a lo político, entonces, ¿a qué apuesta? Ya lo demostró con el golpe. Apuesta al asalto, es decir, a la guerra, al caos, a la desestabilización, fiel a la doctrina imperial en su propia decadencia (que lo profieren los halcones de Washington): “si caemos, haremos todo lo posible para que el mundo entero caiga con nosotros”. Por eso no puede salir de su propia beligerancia y, desde ella, chantajea de modo grosero, reclamando una “reconciliación” como si nada hubiese ocurrido, como si el golpe fuese un invento y su relato del “fraude” fuera palabra divina.
Su propia crisis de sentido existencial, no le permite advertir su anacronismo: quiere volver a la república como se vuelve a la infancia. En ese sentido, su inmadurez es la penosa y triste herencia de su condición de elite inmerecida: el negarle históricamente al pueblo siquiera un ascenso económico-social es la constatación de su única consigna de no permitir jamás un país compartido, una inclusividad imposible para su provinciana miopía de un país reducido a finca privada.
Si de reconciliación hablamos, primero la derecha, en conjunto, debiera reconocer ‒como brazo político de la oligarquía‒ que su permanencia en el poder político fue gracias a la continuidad de un proyecto antinacional, afirmado sobre la injusticia y desigualdad estructural. Pero nunca ha de reconocer eso, porque esa es la base misma de su existencia. Y eso lo demostró en el golpe y la posterior dictadura. Su ensañamiento no era contra un supuesto gobierno corrupto; de serlo así, hubiese demostrado una legítima voluntad política de limpiar la corrupción del Estado (que data desde la fundación misma del país).
Pero no sólo demostraron que vinieron a asaltar el patrimonio público sino a destrozar todos los logros que un indio había realizado; con ello demostraron que el golpe no era a un gobierno sino a un proyecto nacional-popular y al sujeto histórico-popular inspirador de ese proyecto. Por eso quemaron la wiphala, por eso entraron con cruz y biblia en mano, por eso abundaron los exorcismos, por eso emitieron un decreto de licencia para matar, por eso instauraron el reino del terror, la persecución, el miedo; por eso después la Iglesia los absuelve, porque la historia volvió para confirmarse a sí misma: la conquista y el genocidio, con la cruz y la espada, no son sucesos del pasado sino actualidad constante.
Desde la visión señorialista, puede que un partido esté fragmentado, aunque eso, en el caso del MAS, tampoco sería una fatalidad sino la posibilidad de una deseada renovación, pero el pueblo no, porque el bloque popular nunca ha sido homogéneo sino plural, sus luchas tampoco son uniformes sino analógicas. Esto es lo que el cálculo político no advierte. Desde la visión partido político, el bloque popular sólo puede tener una única expresión política y es lo que todo partido pretende: diluir esa potencia plural en una pertenencia única y privativa.
Pero desde el bloque popular el partido es un “instrumento político”, es decir, lo supeditado al pueblo es el partido y no al revés. Ninguna expresión política podría concentrar esa potencia democrático-plural; menos cuando el pueblo empieza a mutar sus propias formas de auto-convocación y puede definir, desde su propia presencia movilizada, lo político mismo, en tanto direccionalidad histórica. Esa fue la lucidez popular indígena que la encarnó el Mallku, porque el golpe era en contra del Estado plurinacional y su contenido indígena; por eso la derecha, en su miopía histórica y política, demostró su naturaleza antinacional y antipopular, socavando su propia exigua legitimidad que le brinda el racismo urbano señorialista.
Por eso se arrincona ahora sus propias expectativas al ámbito exclusivamente local, donde tampoco logra hegemonía, pues la composición partidaria de gobiernos municipales y departamentales, le brinda un recortado margen de acción. Pierde a nivel nacional y en su localismo, su campo de irradiación se va haciendo contractivo, en la medida en que es incapaz de proyección de liderazgo nacional.
Si hay crisis se trata de la crisis de la derecha, no del campo popular, tampoco de la democracia, porque ésta, recuperada por el pueblo, muta también a una nueva dinámica de variantes expresivas que logran, en conjunto, desarticular también las opciones de derecha. Aun cuando la infiltración conservadora sea posible, reciclándose en las opciones desprendidas del propio MAS, lo más probable es el colapso inminente de la derecha como bloque unificado.
Esa unificación apenas duró el mes de convulsión cívica, en octubre del 2019, además de mimada y protegida por el amotinamiento policial y la deliberación militar. El ingreso de estos actores decisivos (y no la movilización “pitita”) daba por concluido el capítulo de la insurrección señorial como representación doméstica de una “revolución de colores” y daba lugar al cerco militar del orden democrático para, de ese modo, alterado ya el régimen constitucional, disponer la instalación de una espuria auto-proclamación, imposible constitucionalmente.
Los poderes e intereses involucrados (no sólo nacionales) habían detallado un plan de contingencias que debían operarse a la brevedad posible, bajo el argumento de llenar el “vacío de poder” (además provocado por coacción cívico-paramilitar), y eso sólo era posible con el ejército y la policía constituidos en garantes de ese asalto ilegítimo que se producía al orden constitucional. Y un golpe se define de ese modo, es decir, como la ruptura ilegítima y violenta de un orden constitucional.
La apuesta perversa de la concentración fascista de la derecha demostraba, desde entonces, que ya no le importaba la democracia ni las reglas de juego democráticas; y eso lo demostró el propio Mesa, cuando pudiendo establecer un acuerdo político e ir a una nueva elección ‒sin alteración del orden democrático‒ y pudiendo haber ganado amplia y legítimamente, demostró que su ceguera política sólo admitía, de modo obediente, el guion imperial desestabilizador, pertinente a un asalto fascista del Estado plurinacional. Pero no era sólo el caudillo letrado. Todos estaban enceguecidos con su propia movilización ficticia y magnificada por sus operadores mediáticos y respaldada por la propia deliberación de fuerza, que creyeron que habían tomado las calles por asalto, es decir, producido una revolución. Esa escenografía montada fue el primer impulso de una soberbia exponencial que les privó definitivamente del principio realidad, necesario e ineludible en política. Asaltaron literalmente el poder como perros hambrientos y, como tales, destrozaron todo cuanto había, del modo más grosero posible, porque creyeron que se iban a quedar para siempre.
Pero la aventura les duro muy poco, como poco duro su insurrección señorialista, travestida de “revolución ciudadana”. Ahora que ya no tienen modo de recomposición democrática de su presencia política, comedidamente piden auxilio a Washington, la OEA y la Unión Europea, buscando afuera, como es su costumbre, la legitimidad que no logran adentro.
Por ello, la única estratagema que abrazan es la desestabilización, el caos y, en definitiva, otro golpe. Esa es la opción de un mundo en decadencia en conformidad con la política de caos indefinido o guerra hibrida que promueve el Imperio en decadencia, como última posibilidad de restauración imperial; es decir, la conectividad (como dependencia colonial) de nuestras elites oligárquicas, con el imperialismo, no es sólo ideológica sino también existencial.
Nos encontramos en una indefinida transición civilizatoria que está descomponiendo completamente el diseño geopolítico imperial, es decir, la unipolaridad. Por eso presenciamos una dramática situación en lo local y en lo global, porque todo se trata de sobrevivencia en un desplome global que exige definiciones urgentes, proyectivas y sostenibles. Para las oligarquías la única opción es seguir al amparo del Imperio que, aun en decadencia, puede exigir de sus administradores periféricos su capitulación última, es decir, el sacrificio póstumo como su piadoso tributo: la destrucción de sus Estados. Se trata de sobrevivencia pura y simple en un mundo sumido en el caos generado por las pretensiones exponenciales del Imperio que, además, develan ya su carácter amenazantemente suicida: “si caemos, haremos hasta lo imposible para que el mundo entero caiga con nosotros”.
Esa es ahora la amenaza de la gran narrativa imperial que actúa de modo naturalizado hasta en el anti-imperialismo izquierdista. Por eso es menester finalmente entender que la dominación es también una forma de pensar. Esa narrativa no se manifiesta tanto como economía política sino como geopolítica y esto quiere decir, entre otras cosas, que el poder se va resignificando continuamente; el poder de inicio, que se impone, no es el mismo que se sostiene en el tiempo. El propio Imperio ha mudado su fisonomía a una forma mucho más perversa. Ya no se trata del Imperio sostenido por el concepto Estado-nación sino de un nuevo tipo de poder que puede prescindir de esa figura política, es más, prescinde de la política misma, así como prescinde y hasta renuncia al derecho y al orden internacional, imponiéndose como un fatalismo sin alternativa alguna.
Por eso hasta la resistencia se muestra intrascendente en un mundo sin alternativas. Ese es el laberinto apocalíptico de la narrativa imperial que se expresa, desde el fundamentalismo neoliberal hasta el fundamentalismo cristiano (operador práctico de esa narrativa). Y es, en ese sentido, que se entiende las apuestas derechistas (en la región) por la beligerancia pura. Ya no pueden producir hegemonía y tampoco les interesa cuando ostentan arrogantemente el poder de fuerza.
Bolivia demostró que lo único que puede hacerle frente a semejante poder de intimidación, es no sólo la capacidad de resistencia organizada sino la recreación del pueblo en tanto proyecto de vida, es decir, como recuperación popular de la politicidad plena. Nuestro país está ingresando a esa fase, y todo ingreso a una nueva fase es caótica y llena de incógnitas. Los liderazgos anteriores mismos agotan sus márgenes de acción e, inevitablemente, ceden ante nuevos actores que poseen mayor capacidad de recepción de lo acumulado políticamente.
En política, quienes fuerzan su permanencia, terminan por hacer posible su propio desplazamiento. Todavía teniendo base de legitimación social pueden disputar márgenes de presencia política, pero movilizando intransigentemente sus vectores de poder, sólo horadan su permanencia futura; porque la nueva objetividad es precisamente nueva por la nueva subjetividad potencial y reclama una nueva realidad, nuevos actores y nuevos liderazgos.
Los viejos actúan en una realidad que ya no existe, suponiendo que su presencia basta para reponer algo que ya no hay; actúan como actúa el propio Imperio, para justificar su permanencia se imaginan rivales que les disputan su liderazgo, cuando los nuevos no disputan nada, simplemente expresan (incluso de modo no todavía consciente) la nueva situación. Quien se inventa contrincantes que no existen, termina peleando consigo mismo y agotando todas sus fuerzas; lo peligroso es que ello pueda provocar una situación de disputas innecesarias en el bloque popular. Repetimos: ninguna expresión política podría ya agotar lo diverso y plural de esta nueva reconstitución popular. Una redefinición de lo que es pueblo se hace necesaria en esta novedosa recuperación del pueblo como sujeto, es decir, como pueblo en tanto que pueblo.
Lo primero a constituir es siempre el pueblo como potencia, como sede única y soberana del poder; sus determinaciones de representación y delegación son posteriores y se deducen del propio proceso de des-constitución y re-constitución del bloque popular. Mientras la derecha prorrumpe sus endechas nostálgicas y amenaza sin argumentos, el pueblo se constituye en el ungido del espíritu de los tiempos, condición que le permite trascender el fatalismo imperial y proyectarse como el impulsor de un mundo imposible para el reino de este mundo: donde, como decían los zapatistas, quepan todos, de modo digno y verdadero, donde vivamos bien todos.
Fuente: Rafael Bautista S., en Resumen Latinoamericano